21/11/2024
Literatura
La fuente inagotable
Ante el convencionalismo imperante en la narrativa latinoamericana, Patricio Pron propone voltear a las reediciones de obras de vanguardia
Quizás haya algo paradójico en el hecho de que los autores rupturistas de las vanguardias latinoamericanas hayan sido incorporados con tanta facilidad al mismo canon cuyos criterios de valor despreciaban y cuya existencia misma les resultaba inconcebible. Que escritores como Juan Emar, César Vallejo, Pablo Palacio o Martín Adán sean leídos actualmente como miembros destacados de una tradición rupturista o antitradicional, y que esta tradición ocupe un lugar central en lo que llamamos literatura latinoamericana, habla de cambios en los valores que determinan la incorporación al canon, pero también de la riqueza y la solidez de una literatura que ha podido incorporar incluso a aquellos que procuraron socavarla. Una serie de rescates por parte de editoriales españolas pequeñas, y los que han llevado a cabo en los últimos diez años editoriales latinoamericanas y europeas –imprescindibles, en particular, para la recuperación de decenas de escritoras– devuelve actualidad a esa literatura, cuyo pasado completa y pone a disposición de los lectores.
Ninguna época dispuso de tanto pasado, pero todas las que le sigan tendrán mucho más a su disposición. La afirmación es pueril, pero puede ser esgrimida también como una posible explicación a estos rescates, que devuelven el carácter de novedad a obras que hicieron de la ruptura de los moldes tradicionales y de la innovación sus principales bazas. Dos de estas obras, Un año (1935) de Juan Emar y La casa de cartón (1928) de Martín Adán, fueron publicadas en 2009 por la editorial barcelonesa Barataria, que inauguraba con ellas una colección de rescates de vanguardistas latinoamericanos. Un año es el relato de ese período en la vida de su narrador, que éste consigna en un diario cuyos sucesos absurdos y fuera de lo común ponen en cuestión la salud y la unidad de la conciencia del sujeto que narra: una figura resbala de una ilustración en un ejemplar de la Divina Comedia y queda tirada en la calle, el dedo de Dios se clava en la nuca del narrador y se producen otras situaciones extraordinarias que son narradas como si no lo fueran, lo que ha llevado a que algunos críticos comparasen al escritor chileno con Franz Kafka. César Aira, quizás quien más le debe entre los escritores latinoamericanos contemporáneos, comparó a Emar con Raymond Roussel y Witold Gombrowicz, y describió su obra como “un surrealismo mecanicista y maniático”, muy diferente del decadentismo del peruano Adán. La historia narrada en La casa de cartón es la de cómo se constituye una mirada en largas tardes indolentes en el balneario limeño de Barranco en las que un viejo es “una bomba de aspiración y dos manos de párroco perdonadoras y joviales”, el sol puede ser “un coleóptero, raro, duro, jalde, zancudo” y el cielo se afilia “al vanguardismo” y “hace de su blancura pulverulenta [sic], nubes redondas de todos los colores”.
Martín Adán escribió que “la vida no es un río que corre: la vida es una charca que se corrompe”, y puede que otro de los autores recuperados recientemente, César Vallejo, pensase lo mismo en su celda unos años antes. Durante una breve visita a su localidad natal en 1920 el escritor peruano se vio envuelto en unos disturbios que le acarrearon una condena a 120 días de prisión. Vallejo hablaría de esa experiencia en su extraordinario Trilce (1922), pero antes utilizaría los días en la cárcel para escribir los relatos de Escalas melografiadas (1923), varios de los cuales pertenecen al género fantástico y guardan vínculos importantes con los de Las fuerzas extrañas (1906) del argentino Leopoldo Lugones, deudores a su vez de los de Edgar Allan Poe y otros autores de lo extraño y lo maravilloso. Dos de esos relatos, “Los caynas” y “Mirtho”, están entre los mejores cuentos fantásticos escritos en América Latina, dentro y fuera de las vanguardias.
La literatura más reciente comparte con el vanguardismo de autores como Vallejo, Adán y Emar una autoconciencia cuya consecuencia más evidente es la afirmación implícita de que todo es lenguaje, que la lleva a poner el énfasis en las formas narrativas. Algo similar sucede en los relatos de Un hombre muerto a puntapiés y relatos dispersos (1921-1930), en los que la narrativa parece escapar continuamente del control del narrador: el ecuatoriano Pablo Palacio parece olvidar qué desea contar y se abandona a la pura invención lingüística, al retruécano ingenioso y a la reflexión irónica sobre la propia escritura. Allí donde consigue controlar al menos parcialmente su imaginación verbal, el resultado es extraordinario y está entre lo mejor de la vanguardia latinoamericana, de la que es parte imprescindible.
Ni Palacio ni ningún otro de los escritores mencionados tuvo una vida simple, pero casi ningún escritor la tiene: murió en un psiquiátrico a los 41 años. Adán, por su parte, se recluyó en un sanatorio en 1960 a consecuencia de su alcoholismo y murió allí 25 años después. Emar jamás vio editada en vida su monumental novela (cuatro mil páginas) Umbral, publicada en su totalidad tan sólo 32 años después de su muerte. Ninguno de ellos supera sin embargo a Horacio Quiroga, quien, en una hipotética competencia por convertirse en el vanguardista latinoamericano que peor la pasó, se llevaría todos los premios: su padre murió en un accidente de caza, su padrastro se suicidó, dos de sus hermanos murieron de tifus, su mejor amigo murió cuando Quiroga le disparó por accidente, su primera mujer se suicidó después de una fuerte discusión matrimonial y la segunda lo abandonó; la aparición hacia 1930 de una nueva promoción de autores vinculados al vanguardismo acabó expulsándolo de la escena literaria. Ninguna de estas tragedias es mencionada en las 380 cartas que conforman la correspondencia reunida por la joven académica y poeta española Erika Martínez en Quiroga íntimo (2010), pero éstas resultan fascinantes tanto por lo que dicen como por los hechos que callan, uno de los cuales es la determinación del suicidio, que cometió poco después de enviar una última y escasamente reveladora misiva.
La publicación de la correspondencia de Quiroga se completa con la del diario que llevó durante su viaje a París de marzo y junio de 1900. El escritor viajó a la capital francesa con la excusa de visitar la Gran Exposición Universal, pero allí pasó penurias económicas y aborreció la soledad. Su rechazo a París fue algo más que una cuestión de gustos y sería fundamental en el carácter de su obra futura. Unos años después de regresar de la capital francesa, Quiroga ejerció la función de justicia de forma heterogénea y en esa actividad trabó contacto con Macedonio Fernández.
Macedonio fue un autor excéntrico y genial, y los Papeles de Recienvenido y Continuación de la Nada, con prólogo de Ramón Gómez de la Serna y epílogo de Jorge Luis Borges, son la mejor introducción a su trabajo. El escritor argentino produjo una literatura provisional y desmadejada resultado de un recelo radical por la forma escrita. Su gran novela, Museo de la Novela de la Eterna, fue escrita, reescrita, anunciada, postergada y publicada fragmentariamente entre 1904 y 1952 hasta su publicación definitiva en 1967; en ese período tuvieron lugar varios movimientos literarios (incluyendo toda la vanguardia) y dos guerras mundiales, pero Macedonio parece haber permanecido ajeno a esos acontecimientos, ocupado como estaba dinamitando las convenciones de la novela realista y permitiendo la entrada en la literatura argentina de lo paradójico, lo insólito y lo poco convencional. Sin su obra, las de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y Ricardo Piglia no hubieran sido posibles; pero, a diferencia de muchos autores que leemos como meros precursores de escritores importantes (y por lo tanto como autores de segunda categoría), Macedonio merece ser leído sin necesidad de invocar a sus sucesores.
Al igual que Papeles de Recienvenido, ni Escalas melografiadas de Vallejo ni Un año de Emar, Un hombre muerto a puntapiés de Palacio o el Diario de París de Quiroga son obras nuevas, pero su radicalidad las asemeja a los proyectos que en la actualidad reivindican la herencia vanguardista. Macedonio Fernández se anticipó a su tiempo al plantear cuestiones como la de la obra abierta y la intertextualidad, así como al sabotear radicalmente la concepción del lector como productor de sentido sobre la que escribirían más tarde Julia Kristeva, Roland Barthes, Jacques Derrida y otros. Una plausible explicación de su rescate se encuentra en esa precocidad y en la actualidad de las obras recuperadas, que a menudo superan a sus epígonos. Una explicación alternativa se deriva del hecho de que la ruptura producida por estas obras genera la simpatía de editoriales cuyo carácter y programa alternativos les llevan a interesarse por obras situadas fuera del campo de lo establecido. Naturalmente, también existen razones económicas relacionadas con la pertenencia de las obras rescatadas al dominio público, lo que abarata considerablemente su publicación. Otra explicación plausible radica en el hecho de que, al menos aparentemente, la popularidad de los epígonos ha preparado a un cierto tipo de lector para el consumo de obras mucho más radicales que las que son escritas en el presente. Una última explicación es que quizás, simplemente, la tradición rupturista es, con excepciones, mucho más interesante y posee mayor calidad que la literatura latinoamericana producida en nuestros días. En el caso de que esto último sea cierto, como todo parece indicarlo, supongo que podemos felicitarnos: aún nos queda por leer a Jorge Cuesta, Leopoldo Marechal, Xul Solar, Gilberto Owen, Norah Borges, Arqueles Vela, Santiago Dabove, Efrén Hernández, Vicente Huidobro, Felisberto Hernández, María Virginia Estenssoro, Sara Gallardo, Armonía Somers y muchos otros. Todos ellos surgen de una fuente que parece inagotable.