23/11/2024
Literatura
Verdades de la ficción
Patricio Pron se ocupa de libros de Robert Pinget y Bernard Quiriny, dos propuestas narrativas que apuestan a la perplejidad del lector
En su nota preliminar a Señor Sueño (1982; Antonio Machado Libros, 2009), Robert Pinget lo califica de “divertimento”, un término desconcertante si se tiene en cuenta su carácter elegiaco. El protagonista es un anciano que quizás haya sido alguna vez escritor pero que ya no escribe; los “ejercicios” que realiza por las mañanas con la finalidad de no perder por completo el hábito no le satisfacen, y la propia narrativa se contagia de su incapacidad para producir un texto coherente, ya que avanza mediante repeticiones y elipsis con una velocidad exasperantemente lenta y a través de piezas breves y fragmentarias cuyo contenido es poco relevante: las discusiones diarias con la vieja criada de la casa, las visitas siempre insuficientes de una sobrina, las vistas del mar, los cuidados del huerto. Algo permanece sin ser dicho, sin embargo, un cierto drama en el pasado del personaje que estaría en el origen de sus dificultades para escribir y que el autor se niega a precisar sosteniendo que “si fuera posible deslizar aquí algunas líneas penetrantes sobre el pasado del señor Sueño que dieran al personaje un interés retroactivo por así decirlo, se haría. Pero es imposible y la razón de ello no puede darse. Los gestos que se le ven y las palabras que se le oyen deben ser suficientes para evocar el drama si es que hay drama”.
No es una apuesta fácil, ni para el autor ni para el lector, acostumbrado este último, quizás, a un estado de la literatura en el que todo es dicho y a menudo dicho dos veces por si no lo ha entendido; pero esto tiene menos importancia que la vinculación que este gesto radical establece con las poéticas de otros escritores franceses como Georges Perec o Alain Robbe-Grillet y el rechazo que manifiesta implícitamente a las convenciones del relato realista. Quizás parezca trivial, pero el drama del señor Sueño es el de una vida cotidiana exasperante cuya repetición ya no produce ningún sentido. “El señor Sueño no contesta. De repente tiene una enorme dificultad que vencer en relación con los recuerdos, con el sufrimiento, con el tiempo que pasa, con los pequeños acontecimientos de su existencia que no guardan ninguna relación entre sí, o que más bien han puesto entre sí unas distancias inconmensurables, o que más bien llegan todos juntos, o que más bien se cambian entre sí según un orden fortuito, o que más bien los ha vivido todos ya y se repiten incansablemente”, escribe Robert Pinget (1919-1997).
El relato de los “pequeños acontecimientos de su existencia que no guardan ninguna relación entre sí” requiere, por supuesto, una forma fragmentaria cuyos elementos tampoco estén vinculados, y esa es precisamente la forma escogida por el autor para narrar la vida del señor Sueño, tan poco significativa. Naturalmente, el señor Sueño es el propio Pinget y su narrativa fragmentaria no es otra cosa que un diario falso concebido para conjurar la imposibilidad de escribir; esta certeza, a la que el lector llega bien avanzado el relato, le otorga al relato un atractivo y una capacidad de significación inusitados: a partir del momento en que la narrativa asume su condición de falsedad estructural y se rebela contra la autenticidad que se requiere de ella (que podría definirse como la adhesión a las convenciones que emanan del mundo narrado y de sus reglas internas), el relato se vuelve verdaderamente fascinante. Si le preguntaran “por qué escribe usted contestaría y a usted qué le importa. ¿Y si se lo preguntase él a sí mismo? Respondería lo mismo”, le hace decir Pinget a su protagonista. “Todos esos pobres de hoy en día que se ponen a escribir, la de desilusiones que les esperan”. Señor Sueño es una apuesta por la desconfianza ante los procedimientos tradicionales de la novela, por el desencanto de lo novelesco y por una escritura técnicamente perfecta que finge desconocerlo todo acerca de la técnica, que permite acceder a las verdades de la ficción a través de la perplejidad.
Y algo de esa perplejidad, en este caso frente a los fenómenos que contradicen las leyes naturales, se encuentra presente también en muchos de los relatos del belga Bernard Quiriny (1978).
Cuentos carnívoros (2008; Acantilado, 2010) reúne veintiséis cuentos, quince de los cuales forman parte de tres ciclos breves; uno de ellos, “Recuerdos de un asesino a sueldo”, tiene al menos un cuento extraordinario, “Dylan”; otro, “Una borrachera perpetua”, echa mano al recurso del manuscrito encontrado para narrar la historia de una bebida cuyos efectos no se disipan jamás y que acaba provocando la muerte; el primero de ellos, “Crónicas musicales de Europa y otros lugares”, reúne relatos acerca de músicos imaginarios que se proponen llegar donde nadie ha llegado antes. Al igual que el cuento “Unos cuantos escritores, todos muertos”, “Crónicas musicales…” evoca el subgénero de las vidas imaginarias cuyos autores más relevantes son Marcel Schwob, Alfonso Reyes, Jorge Luis Borges y Roberto Bolaño. No es el único aspecto en el que la obra de Quiriny dialoga con la tradición, sin embargo: uno de los mejores cuentos de la colección, “Quidproquopolis (De cómo hablan los yapus)”, recurre al falso informe antropológico, del que se han beneficiado autores tan distintos como Guy de Maupassant y Copi; “El episcopado de Argentina”, al tema del doble; “El cuaderno”, a la vida desgraciada de los escritores que carecen de fortuna y de talento; “Sanguina” propone por su parte una vuelta de tuerca al tópico del canibalismo.
En su Introducción a la literatura fantástica Todorov distingue entre el género fantástico y el de “lo maravilloso”, en el que la existencia de lo sobrenatural y su vinculación con el mundo mágico y pagano son considerados hechos ciertos; de aceptar esta distinción, buena parte de los Cuentos carnívoros pertenece al ámbito de lo maravilloso y no al del fantástico. No es una discusión muy relevante, sin embargo: todos los relatos son autodiegéticos (“primera persona”, vulgarmente), lo que otorga a la colección una cierta monotonía, y, a veces, la frialdad de Quiriny como narrador atenta contra la perplejidad que desea provocar en el lector; sin embargo, cuentos como “El pájaro raro” están entre los mejores relatos maravillosos que pueden leerse en la actualidad.