Mundos dentro de mundos
Ya está en marcha, desde el pasado 22 de abril, la segunda temporada de Westworld, la serie desarrollada por Lisa Joy y Jonathan Nolan, transmitida por HBO e inspirada en el filme homónimo que adaptó una novela de Michael Crichton. Como señalamos en la edición 117 de La Tempestad, la serie tiene un terreno muy amplio para ir más allá de la mera amenaza robótica: sus temas cuestionan no sólo la naturaleza maquínica y humana de maneras novedosas, sino que se pregunta por quién es el verdadero villano en un mundo que permite espectáculos híper-sofisticados que apelan a las peores pasiones humanas. Si la serie ha insistido, con una ironía más o menos chata, en un problema, es en el de nuestros adictivos “deleites violentos”. Por supuesto, como tantos productos de ciencia ficción contemporáneos (del filme “aceleracionista” Gamer, hasta Ready Player One, pasando por Black Mirror) la segunda temporada de Westworld insiste en estas temáticas.
La serie sí tiene algunos distintivos: como la primera temporada lo hizo, la segunda se aferra a una forma más o menos compleja de relatar sus episodios. Anhelando el apelativo de laberíntico, sin embargo, debemos reconocer que se trata de una forma que sigue convenciones de la novela decimonónica ya conocidos y masticados, como su predilección por los saltos temporales estratégicos (¿pero no ocurre lo mismo en casi todas las series?). Es más interesante, en cambio, que Westworld no propone la creación de un espacio virtual, sino de uno demasiado real, donde los placeres y los horrores afectan directamente a la carne de humanos y androides. Uno de los grandes misterios de la serie son las dimensiones geográficas y tangenciales donde se desarrolla su universo: ¿cómo podría funcionar algo así? Algunas pistas clave ya se han dado y la segunda temporada sigue excavando en ellas: existe una corporación poderosa, Delos, capaz de financiar y crear gigantes espacios (con, descubrimos ahora, la asistencia de gobiernos orientales), subterráneos y no, donde un destino turístico con las dimensiones de Westworld pudiera existir.
A ratos el afán por asombrar con su universo físico explica que la preocupación por los personajes sea puesta entre paréntesis: algunos de ellos tienen la característica de funcionar exclusivamente como vasijas narrativas, fácilmente intercambiables. Los cuerpos que pueden ser ocupados por inocentes campesinas en un momento, son líderes sanguinarios en otro. Tal vez esto se ejemplifique aún mejor con los siniestros “zánganos” (o drones) albinos que se presentaron en esta temporada (en el primer capítulo “Journey Into Night”), cuerpos diseñados para no mostrar características humanas, excepto por su osamenta, su musculatura y, significativamente, rostros sin rasgos. Así, vemos cómo estos personajes se desplazan no sólo por las planicies típicas del western, sino también por otros parques: en esta temporada –especialmente en su episodio más reciente, “Virtù e Fortuna” – ya se han mostrado otros dos, uno que evoca un mundo que pudo haber salido de un relato de Kipling, “The Raj”, y uno inspirado en el Japón de la era Edo, “Shogun World”. En la medida que se exploren otros parques, las preguntas por el universo planteado en la serie serán cada vez más complejas, especialmente si atendemos al deseo de los androides rebeldes: conquistar el mundo de “allá afuera”. En efecto, ¿qué clase de mundo necesita de un espacio recreativo como estos?
Horror y rap
La polinización, contaminación o convivencia de distintos subgéneros narrativos (en Westworld conviven el western con la ciencia ficción) es algo que también podemos ver en la segunda temporada de Atlanta, la serie de FX creada por Donald Glover, una serie cómica con toques dramáticos que también se encuentra ya en su segunda temporada, que está por concluir, mañana. A diferencia de la temporada pasada, en la que el arco narrativo siguió principalmente los esfuerzos de Earn (interpretado por Glover) por convertirse en un efectivo representante de su primo, el rapero Paper Boi (Brian Tyree Henry), balanceando su conflictiva relación con Van, la madre de su hija, (Zazie Beetz), la segunda ofrece un mosaico más episódico que subraya lo raro que puede ser Atlanta como espacio geográfico y psíquico. No sólo se optó por una narrativa con episodios más autónomos, sino que algunos de ellos dejaron atrás la comedia para adentrarse en terrenos del horror. El caso paradigmático fue el sexto episodio, “Teddy Perkins”, en el que ni siquiera seguimos a los protagonistas: se trata de una extraña digresión que lleva a un personaje secundario, Darius, a una aventura que le debe al horror gótico (hay una casa “embrujada” por dos hermanos, antiguas celebridades musicales; uno de ellos, también interpretado por Glover, evoca siniestramente la trágica historia de Michael Jackson y otros músicos negros). Pero “Teddy Perkins” no es el único episodio de Atlanta (a menudo clasificada como un Twin Peaks sobre rap) que le deba al horror: “Helen”, el cuarto episodio, y “Woods”, el octavo, recuerdan a películas slasher; “Barbershop”, el quinto, es un episodio kafkiano; y “FUBU” es un flashback trágico que recuerda la violencia escolar previa a Columbine.
Si la primera temporada de Atlanta ya había elevado la vara en cuanto a las representaciones, además cómicas, de las muy reales dificultades a las que se enfrentan los jóvenes negros en zonas precarias de los EEUU, la segunda arriesga desorientar al espectador con sus incursiones a terrenos enrarecidos. Tratar la tensiones raciales y socioeconómicas con apoyo de narrativas de horror se está volviendo parte del lenguaje de la cultura popular (como anoté acá); pero el caso de Atlanta destaca por encajar esas narrativas en una serie esencialmente cómica, creando una distancia extraña e inquietante entre lo que vemos y lo que esperamos ver.