Hubo hace tiempo un Ulises sobre el que escribía Cavafis: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo […] Ten siempre a Ítaca en la mente. / Llegar ahí es tu destino. / Mas no apresures nunca el viaje”, instruye el poeta a todos los viajeros que han vuelto a casa después de una guerra, desde la de Troya hasta la del narco. Aprender del viaje, ordenar lo aprendido, disfrutar la comezón de las nostalgias dobles que dan por el lugar que se deja y por aquel al que se vuelve. Ya no estoy aquí (2019) podría ser otro canto que resuma a la Odisea, ese relato fundacional sobre migración, frontera y retorno que contó, de una vez y para siempre, la historia de todos los exilios.
Filmada en poco menos de seis semanas en dos periferias en apariencia incompatibles –el barrio de Jackson Heights en Queens, al oriente de Manhattan, y la brava colonia Independencia, la “Indepe”, en los cerros sureños de Monterrey–, Ya no estoy aquí, el segundo largo de Fernando Frías de la Parra, que ganó el pasado Festival de Morelia (FICM), es una cumbia de guerra. Sus protagonistas son los Terkos, pero sus oponentes no son las bandas rivales, sino los fabricantes de pornomiseria fílmica, violencias contemplativas y marginalidad exportable en un relato que coloca en el centro la vitalidad musical de la cultura “kolombia”, uno de los accidentes sincréticos más vibrantes y auténticos del norte mexicano.
Ya no estoy aquí se gestó en un largo arco de siete años, que van desde la primera escritura hasta el trabajo con el elenco en un programa actoral en barrios periféricos de Monterrey. Es un proyecto cuya vocación no es retratar los márgenes del desarrollo desde la distancia antropológica, sino que está creado a partir de ellos, de la empatía y de la voz de sus integrantes. El resultado es una cinta en donde los barrios bravos nos hacen sentir bien recibidos, aunque la muerte se asome en cada esquina; la mirada de Frías pone la colaboración ahí en donde suele estar la etnografía.
A contrapelo de las cámaras en mano, el alto contraste en la foto, el grano reventado o el montaje frenético de ciertos cines del sur, herencia mal avenida de Ciudad de Dios (2002) o de Amores perros (2000), la cámara de Damián García y el diseño sonoro de Javier Umpierrez y Olaitan Agueh dibujan un mundo propio que no se define a partir de socioeconomías fracturadas, sino del sentido de pertenencia. El arduo proceso de creación estuvo marcado por rechazos en convocatorias, productores poco comprometidos con un proyecto sin rentabilidad asegurada y descalabros financieros. Todos son síntomas de una industria fílmica de corrupciones silenciadas, clasismos cotidianos y compadrazgos malsanos en donde la diversidad podrá ser un tema para ganar premios, pero nunca una necesidad vital. Que Ya no estoy aquí exista, y que además sea la mejor película mexicana de 2019 y de lo que va de 2020, es un triunfo de la integridad artística contra las peores inercias del medio cinematográfico.
En espíritu y en generación, el director y guionista aprendió de dos escuelas fundamentales: por un lado, los thrillers de Costa-Gavras como Z (1969) o Estado de sitio (1972); por otro, el cine urbano de los años noventa que exploró la formación de identidades juveniles, raciales y de clase a través de los códigos del Bildungskino y que registra la brutal resaca del neoliberalismo à la Reagan. En su pasado reciente están El odio (La Haine, Kassovitz, 1995), Los dueños de la calle (Boyz n the Hood, Singleton, 1991) o Haz lo correcto (Do The Right Thing, Lee, 1989), pero en sus raíces están cintas de extracción tan diversa como Los Caifanes (Ibañez, 1996), Naranja mecánica (A Clockwork Orange, Kubrick, 1971), Los guerreros (The Warriors, Hill, 1979) o Amor sin barreras (West Side Story, Wise-Robbins, 1961), primeras crónicas de un urbanismo multiétnico en el que las tensiones juveniles eran siempre incendios latentes, en espera de una chispa.
En casi todas ellas, desde West Side Story hasta Kubrick o Lee, la música es un núcleo que cohesiona estas nuevas identidades líquidas, pero pocas veces el ritmo ha sido explorado desde el ángulo de Ya no estoy aquí; el viaje y el retorno de Ulises (Juan Daniel García, “Derek”) desde la colonia Independencia hasta Queens es un viaje de exilio social, económico y político empujado por la guerra calderonista, pero también es una búsqueda de pertenencia que absorbe y asimila los entornos musicales, plásticos y urbanos por los que atraviesa. El ascenso y la disolución de los Terkos es, a fin de cuentas, la historia fugaz de una civilización minúscula cuyo auge produce una cultura completa que se desvanece al instante, pero que se alarga al ralentizar las cumbias, rebajarles el ímpetu y la libido. En el proceso se vuelven melancólicas, acuosas, espesas: las cumbias lentas ya no tienen el pulso del coito ritual, sino de la nostalgia del exiliado.
Ya no estoy aquí, que por desgracia o por mercado –que es lo mismo– se estrena hoy en una plataforma de streaming, coincide en un año milagroso para el cine producido y contado desde Monterrey. Un año que incluye producciones tan diversas en tono, intención y calidad como La paloma y el lobo de Carlos Lenin, Muerte al verano de Sebastián Padilla o Cindy la regia de Catalina Mastretta y Santiago Limón. Entre ellas, la de Frías de la Parra es la más acuciosa en la exploración de una identidad que, siendo regional, se transforma mediante el desplazamiento.
Como el Ulises inventado por Homero y cantado por Cavafis, el de Ya no estoy aquí no tiene por Ítaca a una patria fija, sino que la lleva a cuestas y la usa para diluir fronteras, sean políticas, internas o idiomáticas; la vuelta a casa, para un Ulises y para el otro, no está en el puerto de llegada sino en el paisaje del camino: el viaje de vuelta a la raíz se alarga, se sostiene, se hace lento, como quien rebaja una cumbia.
Publicada originalmente en la edición 154 de La Tempestad, abril-mayo de 2020