03/12/2024
Artes visuales
Civiles y bárbaros
El fotógrafo Yael Martínez presenta notables exposiciones paralelas en el Museo de Arte Moderno y Patricia Conde Galería (Ciudad de México)
En septiembre de 2022, dos días después de la fiesta patria, mataron a balazos a Aurelio, el empleado de mis papás, en la calle. Recordar la perversidad de los hechos me ahueca las tripas hasta darme náuseas. Me he vuelto adepta a bloquear las lágrimas que brotan con el recuerdo, pero ante las obras detonadoras del fotógrafo Yael Martínez el sentimiento me desarmó. A la mitad de una galería escondida del Museo de Arte Moderno dejé que el susurro ahogado me moviera el alma y, quedito, sollocé.
La exposición individual de Martínez en el MAM de la Ciudad de México se titula Flor de fuego. Rí’yuu ágù. La acompaña una muestra en Patricia Conde Galería, Gu’wá i’di o Casa sangre. La lengua es me’phaa (tlapaneco), hablada en comunidades originarias de Guerrero, el estado natal del fotógrafo, que creció en una familia de plateros. No todas las imágenes son de ese estado, pero sí las más conmovedoras. Las une el interés de Yael Martínez por documentar el sufrimiento y la resiliencia que dejan, como estela, la violencia y el crimen organizado en este territorio. Atestiguan la desazón y la autarquía que impera en una población que se sabe vencida por la tiranía de quienes no tienen ley que acatar.
La unidad temática denota un profundo y sofisticado sentido visual, que Martínez ha venido puliendo por más de una década como fotógrafo. Entre sus series, La casa que sangra II. Raíz rota y Luciérnaga me parecen las más exitosas. Las obras, magistrales, rompen con un buen número de expectativas sobre la apariencia de la fotografía contemporánea, y lo hacen no por rebeldía salvaje sino por la necesidad expresiva de un artista sincero. Eso es, pues, Yael Martínez: un artista con una sensibilidad tan aguda que sus composiciones sin duda se volverán referencia del fenómeno social que señalan.
Martínez trabaja en medios visuales, específicamente como fotógrafo documental. Es miembro de la famosa agencia Magnum, fundada en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial por grandes figuras del fotoperiodismo como Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, entre quienes imperó la idea de la pureza fotográfica. Apodada “fotografía directa” en español, la doctrina sostiene que las imágenes fotográficas no deben ser intervenidas ni modificadas fuera de los procesos tradicionales de sobre y subexposición del cuarto oscuro. Este código cuasi moralista miró siempre con desdén las experimentaciones plásticas que intervinieran en el plano de la imagen fotográfica, considerando cualquier esfuerzo por realzarla o diluirla un acto próximo al sacrilegio.
En el contexto de la enseñanza, el principio de la pureza de la imagen es una lección clave para desarrollar la sensibilidad visual –el famoso “ojo”– necesaria para convertirse en fotógrafo. Pero más allá de ese valor pedagógico, la fotografía lleva suficiente tiempo conviviendo con los demás medios artísticos como para permanecer impoluta. Los grandes fotógrafos del siglo pasado y del presente han sabido tomar prestados temas, métodos y trucos de las demás artes para hacer de sus impresiones de sal y plata obras de arte plenas, eso es: dignas de contemplación, de écfrasis y ditirambo, y aún de llanto.
Lo que Yael Martínez ha tomado prestado de las demás artes han sido las herramientas de sus familiares plateros: cautines y puntas para soldar, limas, púas y flux. Con ese legado en mano, raya, pinta, agujerea, raspa, corta y a veces vira la superficie de las imágenes para trazar lo que la lente no puede capturar. Carla esperando en su casa en el barrio La Sabana (Acapulco, 2020) es emblemática de lo que estas intervenciones ilustran. Imagen barrida de una mujer con pupilas extirpadas por hoyos en el papel, Carla no tiene agujereados tan sólo los ojos: también el cuerpo, torcido y exhausto, el montón de ropa a su lado en el sillón, las persianas rotas y dobladas que diario corre y un arabesco en el aire, que se alza para escaparse por la ventana. Los agujeritos en toda la imagen demuestran su inquietud, pero representan también al individuo que no está. Los hoyitos son las roturas provocadas por la espera de noticia, la pérdida de razón y voluntad, la presencia constante de la memoria de un desaparecido.
Para ilustrar más claramente que las roturas en el campo de la imagen pueden interpretarse como presencias intangibles y no l’appel du vide, Martínez comenzó a experimentar con cajas de luz. En el MAM las cajas están montadas tanto en vertical, sobre la pared, como en horizontal, sobre bases. Algunas se repiten en Patricia Conde Galería, en diferentes dimensiones pero con la misma composición. Dado que cada agujerito es hecho a mano, los duplicados parecen fruto de una disciplina plástica impresionante. Las cajas, de cristal antirreflejante y marcos negros, utilizan tiras y mallas de leds como fondo, a uno o dos centímetros de distancia del soporte de la imagen. La distancia entre la superficie perforada y la fuente de luz es clave para conseguir el efecto: permite la desalineación y, por ello, el dinamismo. Al moverme hacia las cajas las imágenes destellaban como lentejuelas; cuando me alejaba chisporroteaban hasta apagarse. En Levantada de cruz (2023) la luz interior ilumina a dos hombres en su tarea fúnebre: los destellos parpadeantes dan un sentido numinoso que la luz de la lente no puede infundir por sí sola. Así, las cajas extienden y nutren el efecto visual de la escena.
El interés de Martínez por la profundidad y el dinamismo de la imagen fija se extiende a su serie más reciente, Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (2023-24) en Patricia Conde Galería, en la que crea volúmenes en las superficies de sus imágenes utilizando impresiones múltiples y alfileres. Sus numerosos experimentos plásticos demuestran una soltura con el medio que sólo un artista seguro de su capacidad se permite. La fotografía es un medio con críticos conservadores, opuestos a que la pureza del medio se enturbie; sus usos están fuertemente ligados al criterio de imparcialidad de los medios de comunicación impresos y tareas forenses (entre otros), y la idea de que la fotografía manifiesta la realidad está muy arraigada. Salirse de esas líneas en busca de algo más no se hace sin riesgo, al que se añade posar la lente sobre comunidades asediadas por la violencia.
Más allá de su valentía y su sensatez, lo que más agradezco a Yael Martínez es la inquietud de transmitir una verdad emocional: los efectos de la muerte y la desaparición en el país no sólo se cuentan, se sienten. El artista parece entender que, si el vacío interno de la pérdida se padece en el plano espiritual, esperar que una fotografía directa pueda plasmar la complejidad afectiva es ingenuo. Sus intervenciones en la imagen están calculadas para agudizar el tenor emocional.
Contrariamente, en la fotografía contemporánea muchos artistas han ido despojándose de la emocionalidad en un efecto que la curadora Charlotte Cotton llama deadpan, esa inexpresividad deliberada de artistas asociados a la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf de Bernd y Hilla Becher –cómo Candida Höfer, Thomas Struth o Alec Soth–, que distancia al observador. Con un aire impasible e indiferente, sus imágenes buscan minimizar la intención humana de quienes las construyeron; un efecto que ahora tanto pintores como escultores toman prestado en lo que se conoce como deadpan aesthetic (véase Nina Beier en el recinto de enfrente del MAM).
Aunque vivimos en una época sentimental, las galerías de arte suelen tener un carácter cercano a lo aséptico, y en los últimos años había olvidado que las artes visuales pueden lograr que la gente sienta algo. No sólo que hablen o escriban sobre ello, o que se tomen una foto para manifestar estatus social. No. Que sientan, que experimenten la compresión del espíritu sobre el cuerpo en la respuesta inconfundible a una pérdida –súbita y violenta–como la de Aurelio, un evento penosamente ordinario en este país pero del que no logro, ni lograré jamás, desprenderme. Este es el triunfo de Yael Martínez: recordarnos que el arte también nos conmueve, y que llorar es resistir en el México bárbaro de hoy.